Wednesday, July 29, 2015

Grilo do Coelho

Una vez, un monje tibetano que estaba de permiso se enfrentó por vez primera a una prueba divina en la que podía ganar algo muy importante para él. A su lado se encontraba otro monje que iba a pasar exactamente por el mismo desafío. No se trataba de una competición, pues, debido a la naturaleza de la prueba, ambos podían ganar, alcanzar el mismo nivel espiritual e irse igual de contentos para casa. Pero aun así, eran conscientes de que el otro estaba a lo mismo y viendo lo que hacía y cómo le iba; y eso, quieras que no, afecta, porque afecta, independientemente de tu religión. Es psicológico.

Nuestro rapado protagonista inició la prueba con ilusión y la disfrutaba según iba avanzando. Sin embargo, cuando llegó a la última fase se dio cuenta de lo que se estaba ocultando a sí mismo: había llegado por inercia, siguiendo la corriente, en plan Harry Potter con la Felix Felicis, o como el meme del perro. Pero cuando llegó la hora de la verdad ya no pudo seguir. Se vio incapaz de terminar lo que había empezado. Ni siquiera se comportó de modo racional: se rayó y se piró. Chao. A su iglú o a su tipi o a donde rayos vivan los monjes tibetanos.

Entonces se puso a meditar, porque para eso se había sacado el carné de monje tibetano. Estaba muy arrepentido de lo que había hecho, o más bien, de lo que no había hecho. Había estado a punto de alcanzar algo importantísimo, y lo había dejado pasar sin saber siquiera por qué. Con la cabeza fría y a toro pasado, todo parecía muy obvio. Para empezar, siempre había sido evidente que darte la vuelta e irte a tu puta casa no es manera de superar pruebas divinas ni de las otras. Pero luego estaban los detalles más sutiles, más propios de la situación, que ante un análisis calmado caen de cajón, pero el chaval no estaba para análisis calmados cuando acababa de llegar a la puerta de los espíritus celestes y se disponía a llamar al telefonillo.

Sin embargo, el +1 en sabiduría lo logró no por haber llegado casi hasta el final ni por haberse ido, sino al pensar en el otro monje que iba a su lado. Nunca supo qué pasó con él. Cuando se rindió, el otro seguía allí, y si bien no parecía que fuera a llegar mucho más lejos, desde luego tenía más determinación. ¿Habría pasado la prueba? ¿No la habría pasado? ¿Lo habrían descalificado antes de terminar? Sería muy fácil averiguarlo, porque en esas movidas se permite que haya espectadores y en aquel caso había varios, casi todos conocidos suyos. No obstante, decidió no preguntar. Se dio cuenta de que no necesitaba saberlo, sino que, bien au contraire, lo que necesitaba era no enterarse nunca. ¿Qué podría sacar en limpio? Si le respondieran que sí, que el otro subnormal pasó la prueba (no podía evitar llamarlo con insultos, por pura envidia; era un monje tibetano novato, con la L verde colgada en la chepa, y aún tenía que pulir ciertas cosas), el arrepentimiento crecería hasta hacerse insoportable, por lo probable que habría sido que él también lograra su objetivo si se hubiera quedado; el fracaso se habría debido casi exclusivamente a su abandono, y no a la dificultad de la última fase tras haber recorrido aquel camino. Pero por otra parte, si le respondieran que al final al parvo aquel le habían dado dos palmaditas en la mejilla, anda, campeón, vete a dar un paseo en la bici y deja a los espíritus celestes con sus cosas de mayores, entonces se habría alegrado amargamente; y eso era peor, porque no sólo no le ayudaba absolutamente en nada a hacerlo mejor la próxima vez que se matriculara en esa prueba, sino que encima le convertía en mala persona, con mala fe, por alegrarse del fracaso ajeno para paliar el dolor del propio, aun sabiendo que toda la culpa era suya. Sería un rastrero, una víbora, un ser patético. Y sería consciente. Y se seguiría alegrando. Y seguiría siendo consciente. Y se repugnaría a sí mismo, ya no sólo por lo de la prueba, sino encima por eso también. Y no molaría nada. Ya tenía bastante con lo que tenía.

Así aprendió, pues, que existen casos en los que la ignorancia puede ser la llave del aprendizaje; que el conocimiento puede ser el camino de la perdición; y que conocimiento y sabiduría no sólo no son lo mismo, sino que incluso pueden llegar a estar enfrentados. Nuestro monje se hizo así un poquito más sabio, y encaró la espera de la siguiente prueba con la certeza de que iba a volver a fracasar por una razón u otra pero al menos tenía una frase de mierda de las que ponen en las páginas de filosofía cutre y la gente comparte y retuitea para sentirse profunda. Fin.