Saturday, July 8, 2017

Dos escalas en Riga

Dos veces en mi vida he estado en Riga, ambas duraron menos de 24 horas y ambas se debieron a la misma razón: tenía que hacer escala y me compensaba más una escala de un día que me permitiera bajar al centro que pasar seis horas muerto del asco en el aeropuerto. De no haber sido por eso, quizá no habría ido en absoluto, porque no era una ciudad que me llamara la atención ni sabía casi nada de ella. Entre la primera vez y la segunda pasaron exactamente 11 meses: 10-11 de julio del 2016, 10-11 de junio del 2017. Y en ambos casos fueron noches preciosas.

La capital de Letonia no es muy grande: tiene unos 700.000 habitantes censados. Su encantador centro, una suerte de isla rodeada por el río Daugava y un estrecho canal flanqueado en toda su longitud por un bello parque, es un laberinto de callejuelas salpicado de un puñadete de plazas algo más grandes aquí y allá, como tantas otras ciudades medievales. En realidad, del medievo poco o nada queda; de los siglos XVI a XIX, alguna cosa sí, pero no mucho, porque la ciudad sufrió mucha destrucción en distintas guerras, sobre todo la segunda mundial. No obstante, a lo largo de las décadas que siguieron a esa tragedia se reconstruyó gran parte de los edificios más importantes con total fidelidad, hasta el punto de que si no te lo dicen, no te imaginas que la actual iglesia de San Pedro es de los años 70 o que la casa de los Cabezas Negras es de 1999.

Iglesia de San Pedro

Sin embargo, al margen de la belleza del casco viejo de Riga, lo que me lleva a calificar las dos noches que allí pasé de preciosas es el ambiente nocturno veraniego que te encuentras en las calles. Cualquiera que me conozca sabe que mi ciudad favorita es Budapest, pero ni de lejos tiene la capital húngara el ambiente a un tiempo animado y tranquilo de la letona: un montón de gente sentada en las terrazas de los bares que pueblan las adoquinadas plazas, charlando animadamente pero nunca en tono alto, y algún que otro grupo de música para terminar de animar la velada. Ambas noches me tocó, además, una temperatura que daba gusto y nada de viento. La diferencia entre las dos escalas es que en la primera llegué a la ciudad a media tarde y me tuve que ir por la mañana, con lo cual aproveché las últimas horas de luz y el principio de la noche; mientras que la segunda llegué sobre las diez o diez y pico de la noche, pero no me fui hasta las cuatro de la tarde del día siguiente, por lo que a la noche salí un ratito solamente y luego aproveché la mañana.

Empecemos por la tarde-noche del año pasado, entonces.


***

Casa de los Cabezas Negras

El 11 de julio de 2016 a las 17:24 bajé por la puerta-escalerilla del avión más pequeño que me había transportado en mi vida. En el aeropuerto pedí un mapa y pregunté cómo llegar a mi hostal y qué divisa utilizaban, y me alegré de enterarme de que tenían euros, porque hace las cuentas mucho más fáciles. Por alguna razón, tenía un penique en la cartera (probablemente porque llevaba dos semanas con Leo, que vive en Inglaterra, y se debió de traspapelar somehow, o trasmonedar), y sin darme cuenta fui a pagarle a la jovenzuela del kiosco el euro quince del billete de autobús con una moneda de 1 €, otra de 10 céntimos y el penique, que se parece mucho a una de 5. Al verlo, lo agarró y le dio un hostiazo contra el mostrador gritando «THIS IS NOT EURO!!». Si en lugar de parecer cinco céntimos parecieran cincuenta, igual me arrancaba la cabeza, no sé. Me disculpé entre lágrimas, le besé los pies y me subí al autobús, del que me bajaría media hora más tarde, ya en el centro. Recalculé mi rumbo un par de veces hasta encontrar el albergue, dejé todos los bártulos en la habitación óctuple o décuple o nosecuántuple y a las siete ya estaba paseando por un parque con un escenario en el que unos niños jugaban al balón y muchos bancos en los que varios grupos de venerables jubilados jugaban al ajedrez.






Pronto vislumbré una catedral con aspecto de ortodoxa. Me dirigí hacia ella. Al llegar a su puerta, me puse las perneras del pantalón desmontable, pasé unos cuantos carteles de «prohibido foto» y en cuanto vi algo que me llamó la atención saqué la cámara disimuladamente. Pero había allí una viejiña ojo avizor a la que ni el más sutil de los disimulos se le escapaba, e instantáneamente dejó el grupito de personas que rezaban (los ortodoxos lo hacen de pie) para venir como un rayo a darme un manotazo en la cámara. Le dije izvinite, que significa perdón en ruso —porque en Riga el 40% de la gente habla ruso y en mi cabeza el 0% de las palabras almacenadas son en letón—, gracias a lo cual disfruté de una dura reprimenda de parte de una señora iracunda que además creía que la entendía. Salí avergonzado de la catedral con la sensación de tener una mancha de pecado en el alma, me volví a quitar las perneras y continué mi exploración de aquella villa ignota. Para la posteridad queda el recuerdo del manotazo.


Como decíamos, el casco viejo propiamente dicho está separado del resto de la ciudad por un canal y un hermoso parque que lo acompaña en toda su longitud. Saqué muy pocas fotos, pero te haces una idea.



Ojo al cartelito y a la fecha.



Estas otras son de 2017.

Finalmente llegué al centro histórico. Para describir el ambiente, podría repetir cien veces las palabras con las que he abierto esta entrada; me sentía libre como el viento que recoge mi lamento y mi pesar, todo era paz dentro de mí y a mi alrededor, me abrumaba la bonititud, todas y cada una de las personas que disfrutaban del cálido atardecer paseando por el laberinto de callejuelas o inmersos en animadas charlas en las terrazas de los bares irradiaban bondad y amistad, e os mornos raios últimos do solpor agarimaban lenes ata que a súa lenta extinción deu paso a un tenue pero tépedo luar que terminó de cederles definitivamente el protagonismo a las luces de las plazas y al escenario con música en directo que siempre aparecía tan pronto se perdía en la distancia el murmurio del anterior. Y uno de los momentos que mejor recuerdo fue la larga conversación telefónica que mantuve con Julia, la persona en la que más me hizo pensar ese lugar, a tres mil kilómetros de distancia de donde estaba ella, sentado en los escalones de un edificio de la plaza llamada Doma laukums.


***

El 10 de junio de 2017 volvía a bajar de un avión parecido, pero de noche, sobre las 22:30. Había reservado el mismo hostal de la vez anterior, porque si era barato y había quedado contento (¡leche gratis!) era una pérdida de tiempo ponerme a mirar otros. Os lo recomiendo, se llama simplemente Riga Hostel, está en Merķeļa iela 1, esquina con Marijas iela, y se entra a través de un McDonald's. En ese momento no tenía la dirección porque me había olvidado de apuntarla, pero al sacar el mapa que aún conservaba del año pasado me acordé perfectamente de la ubicación y del nombre de la calle. Fui al kiosco de la vez anterior, una chavala distinta (creo) me dijo que el billete ya no se compra allí y que fuera a la parada, le pagué al autobusero directamente y me llevó al hostal. Dejé las cosas (misma habitación, misma cama) y le pregunté al recepcionista dónde podía cenar a la hora que era, casi medianoche. Me nombró un par de sitios con poca convicción; fui a uno de ellos, Folkklubs Ala, y no me dieron de cenar porque ya habían cerrado la cocina, pero me quedé porque había un grupo folki tocando encima de un escenario y había un ambientazo de la leche. Así que pedí un zumo de manzana y me senté en un taburete a ver el final del concierto. Tocaron la música del Tetris. El bar está tremendo, todo lleno de madera y con motivos folklóricos y cosas en ese plan, y además es enorme. Me acordé de Julia otra vez (es que cuando no me hallo rodeado de historia del arte me veo inmerso en etnomusicología, y ella tiene carreras en las dos cosas y hace investigación y escribe libros), pero esta vez sólo le mandé un mensaje. Aquí dos vídeos, para que os empapéis del espíritu. U os salpiquéis un poquito.




Salí de allí con el estómago aún vacío. Pronto encontré el lugar que necesitaba: un comedor autoservicio de pierogis, o pélmeñi, o como los quieras llamar. Me llené un cuenco con ensaladilla y otro con pierogis, y una vez trasvasado el contenido de dichos cuencos a mi estómago me fui a dormir.

Por cierto, que mientras me dirigía del hostal al folkklubs me salió al paso una tipa joven, guapa y sonriente que me pedía comida. Había un supermercado cien metros más allá, ella misma me lo estaba señalando además, así que le dije: venga, va. Hay que concederle a la gente el beneficio de la duda, y si lo que necesita es un sangüis, no me cuesta nada comprárselo. Mientras caminábamos me iba soltando un discurso para convencerme que más bien me desconvencía: que no tenía ni una peseta ni siquiera en su casa, que no tenía nada de comer... todo con una alegre sonrisa. En el momento en el que tomó la delantera y, con no sé qué vago motivo, quiso cruzar la calle en una dirección que se apartaba de nuestra ruta —yo veía el supermercado perfectamente—, me di la vuelta y retomé mi camino anterior. A los pocos segundos oí tacones rápidos, tloctloctloctloc, y pronto me dio alcance. «¡Plís! ¡Ay níd fúd! ¿Yú dónt vónt tu help mí?» Le dije que se viniera conmigo a buscar un perrito caliente, me repuso que no tenía tiempo, y la mandé a paseo.

Volvamos a nuestro relato. Estábamos durmiendo. Al día siguiente me levanté en hora porque quería aprovechar la mañana. Lo tenía todo planeado al milímetro. Debía salir del hostal con tiempo de ver un poco del barrio art nouveau y desayunar. A las once, paseo guiado que duraría hasta la una; y a las dos empezaba la visita guiada del Museo de las Ocupaciones, que no, a pesar de su nombre y a diferencia de lo que muy lógicamente pensó mi madre, no trata de artes y oficios, sino de invasiones militares. Esta visita duraría de dos a tres, tras lo cual yo cogería el autobús al aeropuerto para estar allí sobre las cuatro y despegar a las cinco y veinte.

Me levanté en hora, como digo. Primero fui a ver la estatua de la Libertad, porque tenía antojo y queda casi de camino, y después continué hacia el barrio art nouveau, que no conocía aún, para desayunar y ver edificios. Tras fotografiar tres o cuatro fachadas me senté en la terraza de una cafetería toda elegante. La chavala tardó más de veinte minutos en servirme un maldito capuchino y un cacho de tarta que yo mismo le había señalado en el mostrador, así que tuve que tomármelos más rápido de lo que habría querido y salir pitando hacia la iglesia de San Pedro, que es de donde partía la visita guiada gratuita a las once en punto. No sé si conoces el concepto de visita guiada gratuita, pero mola cantidubi: es lo que su nombre sugiere, te puedes unir con el recorrido empezado si quieres o pirarte por la mitad, y al terminar le pagas la voluntad al guía. O no le pagas nada, pero nadie hace eso. Suelen durar dos horas de media, yo suelo dar entre 5 y 10 €, y si bien muchas veces te cuentan mitos como verdades (depende del guía), siempre aprendes montones de cosas que luego puedes corroborar en libros o internet si te da la gana. Siempre que voy a una ciudad nueva, sobre todo si voy solo, una de las primeras cosas que hago es buscar en internet free walking tour [ciudad]. Llegué mientras el chaval hacía la introducción. Paso a mostraros fotitos.



Estatua de la Libertad



Barrio art nouveau


Catedral ortodoxa


Doma laukums


Los tres edificios más antiguos de Riga (1646, ¿ves?)

Como bien había calculado, terminamos sobre la una en un bar del centro. A continuación comí en el McDonald's que encontré a pocos metros, y a la hora de inicio de la visita del museo estaba mirando las postales y libritos de la tienda de recuerdos, esperando a que nos llamaran para comenzar.

Tanto el guía de la ciudad como el del museo, y como gran cantidad de indígenas, eran muy altos y muy rubios y muy de ojos claros. Gustavs y Eduards, si no recuerdo mal. El del museo quizá no era tan alto, pero tenía unos ojos que yo creo que irradiaban cosas. Mirarlos de frente me producía una mezcla de inquietud y fascinación, más si mantenía la cara seria que mantuvo durante casi toda la hora. En la visita nos contó lo mal que le fue a Letonia durante todo el siglo XX. Primero eran parte del Imperio ruso. Después se independizaron, independencia que duró aproximadamente dos o a lo sumo tres telediarios. Luego, los ministros Molotov y Von Ribbentrop se repartieron el mapa y Letonia cayó del lado soviético, que fue la siguiente invasión, en 1939. Horror y pavor durante un año, vagones de campesinos deportados, etcétera. Luego volvieron los alemanes, a los que veían como liberadores, hasta que vieron que se empezaban a llevar un montón de peña también y que no estaban cumpliendo con las promesas de devolver las tierras y negocios expropiados. Eduards nos contó que en una aldea pequeñaja, de esas de 200 personas donde todo el mundo se conoce, había dos mujeres judías... y en dos o tres años de ocupación, los alemanes no las tocaron, porque no sabían que eran judías; el resto del pueblo lo sabía perfectamente, pero se limitaron a no abrir la boca. Durante esta época hubo letones que lucharon en el bando rojo y letones que lucharon en el bando nazi, dependiendo de cuál consideraran el mal menor (alguno habría que compartiera ideología, por supuesto, pero en general, ni unos ni otros habían tratado con ningún respeto a los letones), y como ya sabemos, el bigote grande venció al pequeño. De la subsiguiente segunda época socialista, que llenó la mayor parte de la visita porque también llenó la mayor parte del siglo, Eduards nos contó la historia de su abuela, que estuvo deportada en Siberia muchos años, porque una suegra o cuñada o algo así a la que no le caía bien fue a chivarse a las autoridades de que su familia había tenido contratada a una chacha; es decir, que eran explotadores del trabajo ajeno. Sin más dilación pusieron a la familia entera en un tren y se los llevaron a todos. La acusación, nos dijo, no sólo era falsa sino también absurda, porque en la familia eran bastante pobres e incluso ellos mismos trabajaban limpiando. «But that’s communism», remató*.

No ser religioso no implica desaprovechar edificios

*Si te interesa este tema, te recomiendo una novela llamada Purga, de la autora finlandesa Sofi Oksanen. A través de una anciana y una joven te cuenta no sólo la historia de estas tres ocupaciones, sino también la de la caída de la URSS y sus consecuencias, todo desde el punto de vista de esas dos personas. No está ambientada en Letonia, sino en Estonia, pero da igual porque los tres países bálticos pasaron exactamente por las mismas fases al mismo tiempo. Eso sí, te aviso de que es el libro más deprimente que leí en mi vida, y que de haberlo sabido ni lo habría empezado, de hecho no sé cómo logré terminarlo. Desgracias de principio a fin, personajes odiosos, situaciones descorazonadoras. Pero reconozco que es muy muy bueno, y hasta las escenas más duras están contadas de manera elegante. Está traducido al gallego pero me pareció mejor la traducción española.


Al terminar pasé de nuevo por la tienda de recuerdos, en la que hay muchos libritos delgados, y me compré uno bilingüe en letón e inglés sobre la historia del ejército de Letonia en el siglo XX a través de carteles propagandísticos. Saliendo de la tienda me crucé con el guía y le pregunté si no era bastante difícil hacer esa visita en ruso. Me respondió: «No te creas. Al fin y al cabo, letones y rusos sufrieron por igual, y tanto unos como otros tienen historias similares en sus familias». Luego hablamos un poco sobre la guerra de Ucrania y cómo los casos de Crimea y el Dombás, a pesar de las apariencias, son muy distintos. Tras unos minutos de charla, nos despedimos muy amistosamente y me fui de allí a fume de carozo. Eran las tres y veinte ya. Fui corriendo hacia el albergue, me paré en seco para hacer una foto...



...y seguí corriendo, subí al hostal, cogí las cosas, bajé, me metí en un autobús y llegué al aeropuerto con una hora de sobra como un campeón.

Hasta subí al avión de primero.

Wednesday, July 5, 2017

Píldoras de Europa del Este: mayo y junio 2017




Recopilación de publicaciones de la página de Facebook ¡Europa del Este! correspondientes a los meses de mayo y junio.