Sunday, March 17, 2013

De atascos y fe en la humanidad


Recordad que todas las imágenes de este blog se pueden ampliar pinchando en ellas.

Asombrado me hallo, y conmovido, y contentísimo a pesar de haberme quedado tirado en mitad de una autovía húngara durante una noche y medio día. Pero empecemos por el principio.

El viernes 15 de marzo se conmemoraba la revolución húngara de 1848 contra los austríacos. Esta festividad y la del 20 de agosto, que conmemora la fundación del reino de Hungría por parte de San Esteban I, son las más grandes del país, como nuestra Hispanidad, digamos. Vica me dijo que Budapest se engalana toda para la ocasión y hay feria y representaciones y este tipo de cosas; esto, unido a que planeábamos ir a echarle unos bailes al táncház más tarde y al hecho en sí de ir a visitarla (habíamos hablado de ir a Győr al día siguiente si hacía buen tiempo, pero quedó descartado unos días antes), prometía un fin de semana interesante. Así que el jueves a las 19:45 cogí un autobús de la capital eslovaca a la húngara.

Aunque la semana anterior hizo un tiempo precioso, quince gradazos y cielo azul, el invierno dijo “eh, coleguiñas, que aquí hasta el día 21 mando yo”, y decidió pegar un zarpazo que esperemos que sea el último. El autobús, que venía de Praga, llegó con diez minutos de retraso, cosa que no me sorprendió dados la nieve y el viento que había. Lo que no me
¿Veis la nieve volando?
esperaba es que, tras dos meses y pico de nieve casi constante, pasara lo que pasó y se detuviera el tráfico de esa manera. La hora de llegada prevista era las 22:30; luego, el azafato anunció un retraso de 15 minutos debido al mal tiempo; poco después, otros tantos; y finalmente nos quedamos quietos. Inmóviles. Detenidos. Paradísimos. Durante un par de horas, avanzamos cien metros cada veinte minutos. Hacia la una o las dos de la mañana, el autobús anduvo sus últimos metros. A las tres y media de la tarde del día siguiente seguía en el mismo sitio, zarandeado por el viento a cada rato. Es probable que, según escribo estas líneas, ese autobús aún siga allí. [Hacia las siete de la tarde.]


Pero ya me estoy anticipando otra vez. El azafato, un eslovaco jovenzuelo afincado en Praga, no sabía dónde meterse cuando anunció que iba a apagar la luz y la tele para que durmiéramos, porque no sabía absolutamente nada de cuándo llegaríamos. Yo estuve escuchando música en el portátil hasta que la batería amenazó con acabarse y hacia las tres me dormí (un autobús es lo más incómodo que hay para dormir, y para casi todo lo demás, a pesar de que los de Student Agency son de los mejores que vi), pero a las seis de la mañana ya era de día y estábamos todos despiertos. El azafato repartió gratis croasanes y barritas de muesli de las que normalmente se venden, así como agua y otras bebidas. Luego dijo que iba a abrir las puertas por si alguien quería bajar, avisando que hacía mucho frío y mucho viento, aunque no había peligro porque allí no se movía vehículo ninguno; huelga decir que bajamos casi todos. Más tarde nos informó de que había un área de servicio a tres kilómetros y medio; pretendía ir, comprar vituallas para todos y repartirlas. En cuanto acabó de hablar, varios nos acercamos a él para preguntarle si le parecía bien que le acompañáramos, y allá fuimos unos diez a la gasolinera y su abarrotado McDonald’s adjunto. Lo que vimos en la carretera, yo no lo había visto jamás: había hasta coches enterrados en nieve (¿ennevados?), y la blanca sustancia formaba unas dunas preciosas, que parecía aquello un desierto del Sahara pequeñito y blanco. Todas con su cresta o como se llame la línea de arriba, con sus estrías y suaves surcos, y siguiendo patrones repetitivos junto a las ruedas de los camiones más grandes. Era un paisaje un poco postapocalíptico, y al ver pequeños grupos de gente en la neblina de la distancia me acordé de The Walking Dead y esas cosas. Me perdí la feria budapestosa, pero a cambio tuve este otro espectáculo, que dudo que fuera menos vistoso.


Ver ráfagas de viento levantando nieve en polvo también es muy bonito, pero el frío que eso supone y el pensar que a la vuelta vas a tener el viento en contra no alegra tanto. El hundir los pies en las dunas esas cuando no queda otra opción y que se te llenen de nieve por dentro, tampoco. Pero mira, era lo que tocaba, y dentro del autobús me estaba muriendo del asco. A todo esto, estaba en constante contacto con Vica, que me informó de que Komárom está a 20 km de Bábolna, a cuya altura me hallaba; y pensé en ir a pie, pero el tener que volver 3,5 km atrás para coger la mochila y el portátil y luego reemprender el camino me quitó casi todas las ganas, y una conversación posterior con mi madre me quitó las pocas que me quedaban. Así que me quedé un par de horas más en el autobús, donde ya todo el mundo hablaba con todo el mundo. El azafato nos informó de que pronto llegaría el ejército con comida y bebida. Así fue: nos trajeron unas rebanadas de pan con fiambre y un caldero de té que servían con un cucharón. Vinieron en un tanque todo molón. Los soldaditos nos informaron de que había una carretera practicable un poco más atrás y que había personas del pueblo de al lado llevando gente atascada a dicho pueblo en sus coches particulares para que pudieran coger el tren. Algunos de mis compañeros de viaje decidieron quedarse en el autobús, pero la gran mayoría nos fuimos, y así, tras despedirme muy agradecido de Daniel, el azafato, que llevó la situación todo lo bien que se puede en esas circunstancias, llegué a Nagyszentjános. Nosotros tuvimos suerte porque viajábamos en autobús y nos daba igual, pero los de coches particulares probablemente tendrían menos porque no creo que lo pudieran dejar allí tan tranquilamente, y para los niños tuvo que ser una tortura; supongo que no mucho mayor que la de los padres que tuvieran que encargarse de ellos.

Como decía, un tío nos llevó a Nagyszentjános a mí y a otros tres. Una de esos tres era húngara, y bajó en la estación a preguntar cuándo pasaba el siguiente tren a Budapest. Como faltaba más de una hora, el dueño del coche nos dejó en una guardería cercana donde medio pueblo se había puesto a preparar comida y mesas con emparedados y galletas para gente rescatada del atasco. Me ofrecieron un caldo de patatas, y cuando la chavala me lo trajo, mi cara de felicidad al ver semejante platazo debió de ser bastante expresiva, porque se echó a reír. Era una especie de fabada sin fabas que en ese momento me supo a gloria. Me encantó la solidaridad de todo el mundo, una maravilla, me sentí casi abrumado por tanta amabilidad. Acabé lleno; me seguían ofreciendo emparedados pero ya ni me apetecían. Al rato fuimos a la estación, donde nos encontramos con otros compañeros del autobús que no habían ido a la guardería. Allí cogimos el tren Múnich-Budapest, que paró en un pueblo tan pequeñajo a propósito para recoger atascados rescatados, y nos llevaron gratis hasta la capital. Cuando, a las ocho de la tarde, llegué al fin a la estación de Keleti, Vica vino a recibirme corriendo como una loca y me dio un beso como los de las películas.


***

Más tarde, comentando los acontecimientos con ella, me enteré de unas cuantas cosas más, aparte de lo poco que me fue informando por sms. Resulta que todo el país, así como Eslovaquia, estuvo afectado en mayor o menor medida por la ventisca. Muchos de los actos programados en Budapest por la festividad del día no llegaron a celebrarse debido al mal tiempo. El tramo de la autovía M1 en el que estuve yo, más o menos entre Győr y Tatabánya, fue de los peores, y por supuesto estaba en alerta roja. Para enterarse de todo esto se montó un dispositivo entre ella, su compañera de habitación, mi hermano desde España por chat y todas las webs de noticias, tiempo y trenes que pudo encontrar. ¿Verdad que es para quererla a caldeiradas? También se habilitaron sitios web donde la gente ofrecía sus direcciones y números de teléfono para quien necesitara ayuda, y a todos los teléfonos móviles húngaros llegó un sms del gobierno avisando que las carreteras eran peligrosas y que habían movilizado equipos de ayuda y rescate. Al parecer, tres personas murieron de frío y algunas otras vinieron al mundo en la carretera. A una tipa que se puso de parto consiguieron llevarla a una estación y la llevaron en locomotora a ella sola al hospital más próximo. A todo esto hay que sumarle que ese día era festivo nacional, por lo que la mayoría de tiendas estaban cerradas y nadie podía comprar nada. Había también austríacos ayudando, al menos yo vi un helicóptero con la bandera de Austria en la cola; comentaba Vica lo irónico de la situación, pues precisamente ese día se conmemoraba la rebelión de los húngaros contra los austríacos. Pero las nacionalidades y las rivalidades deberían, como sucedió ese día, ser irrelevantes cuando de ayudar a humanos se trata, que al final es lo que somos todos. No hablo tu idioma pero te doy un bocadillo. Y, oye, esto le hace a uno recuperar la fe en la humanidad.

Últimas noticias: como el azafato nos dio su teléfono a unos cuantos cuando nos separamos un poco en el área de servicio, acabo de llamarlo por curiosidad, mientras formateo y preparo esta entrada, para preguntarle qué pasó con los que se quedaron. Me dijo que estuvieron allí hasta la evening y que llegaron a Budapest antes de medianoche. Me alegro, porque yo ya contaba con que se tuvieran que quedar hasta la mañana siguiente. Yo le conté lo del pueblo y lo del tren, porque él no se enteró de nada, claro.




¡!

Sunday, March 3, 2013

Pánico ferroviario en tiempo real


A las nueve y poco de la mañana de hoy, sábado 2 de marzo de 2013, me despedí del madrileño Pera, o Pedro, o Eddie, o cualquier epíteto épico que se te ocurra asignarle, enfrente de la estación de tren principal de Basilea, Suiza, cuando cogía el autobús para irse al aeropuerto. Mi tren Basilea-Viena con conexión en Frankfurt ("¡u... un ligero rodeo!") salía de otra estación a las 13:15, así que me fui a dar un paseo. Un paseo largo. Empecé siguiendo una de las rutas precocinadas para turistas que tiene esa ciudad, pero en un punto determinado me desvié para poner rumbo a la estación.

Cuando llegué, mi reloj marcaba las 12:45. Perfecto, me dije. Un par de fotos, un pis y al tren a coger sitio. Aunque soy especialista en perder autobuses y trenes, cuando son viajes grandes o caros (este es ambas cosas) procuro no andarme con muchas tonterías. Llego al andén 4 y pone: 13:23, tren con destino Dortmund que pasa por tal, por cual… Me extrañó, porque los trenes suelen ser puntuales, y porque aún faltaba media hora para ese tren y antes iba el mío. Entonces me di cuenta.

Eran las 13:21. Se me había atrasado el reloj. El hijo de puta marcaba la una menos diez, tan tranquilo y sonriente.

Enseguida llegó el tren anunciado; vi que más o menos seguía mi ruta, aunque no paraba en la Frankfurt Hauptbahnhof sino en el Flughafen, uséase, el aeropuerto. En ese momento me dio todo igual: me subo y ya me apañaré, pensé, y eso hice. Una vez dentro me puse a planear la estrategia que usaría frente al revisor. ¿Me hago el loco? ¿Me pongo a llorar? ¿Le echo la culpa a alguien? Echándole un vistazo al folleto que había en el asiento de al lado averigüé que este tren llega al Flughafen a las 16:09, mientras que mi conexión sale de la Hauptbahnhof a las 16:21. Viéndome negro, lo leí más detenidamente (trae un montón de información, está genial) y encontré que en Mannheim puedo coger una conexión para la Hauptbahnhof y llegar aún con trece minutillos, que son menos que los veintiocho de la combinación original pero al menos, you know, llego.

Llego a Mannheim a las 15:23, dentro de nueve minutos. A ver cómo se desarrolla la historia.

- Un par de horas más tarde... -

El revisor, un señor de cara redonda y bigote que parecía salido de una película para niños, vio mi billete, se quedó mirándolo un momento que se me hizo larguísimo y luego me preguntó si iba a Karlsruhe. Al oír que no, que iba a la Hauptbahnhof de Frankfurt, me dijo sencillamente: “pues te vas a tener que bajar en Mannheim y coger otro tren”, y me lo devolvió. O sea, que al final no hubo desastre ni lloriqueos. No veas qué alivio... Hasta se me hizo raro que fuera tan fácil.

Cuando bajé en Mannheim no tuve que andar más de seis metros, la anchura del andén, pues el tren a Frankfurt pasaba por el lado opuesto al que llegué. Una vez dentro, vi que había una tipa con un portátil enchufado, y siguiendo el cable descubrí dónde estaba el escondrijo del enchufe. Y yo gastando batería en el tren anterior como un pringao… Total, que llegó el revisor y no me preguntó nada, me selló el billete y fuera. El resto del tiempo (fueron cuarenta minutillos) lo pasé comiendo sángüises de pan austriaco con fiambre suizo y hojeando una revista en alemán. (Iba a decir refollando pero en castellano suena inadecuado.) Más que nada, mirando los dibujitos. Salía un cocinero que se parecía al revisor anterior.

Y ahora estoy en el último tren de este trayecto, independiente del otro trayecto Viena-Bratislava que me espera después. En los doce minutos que tenía me dio tiempo a comprar dos Berliner con mermelada de frambuesa o lo que sea eso, que para mí son el manjar definitivo desde que los descubrí en Stuttgart hace un año y una semana, subir al tren, sentarme delante de una jovenzuela de negros rizos enfrascada en unos apuntes de Inglés, enchufar el portátil y terminar de escribir en Word esta entrada a la que ahora pongo punto final.