Suele decirse que el que tú hagas las cosas de una determinada manera desde que naciste no significa que esa manera sea la más eficiente, y si te resulta más cómodo es más debido al hábito que a la superior eficacia. Por tanto, las costumbres de otros países o culturas no son mejores ni peores que las propias, sino que son simplemente distintas maneras de hacer las cosas, cada una con sus ventajas y sus desventajas.
Bla, bla, bla.
Cuando tú llegas a un bloque de viviendas en España, te encuentras de inmediato con un sistema alfanumérico ordenado. Si el edificio tiene ocho pisos con cuatro viviendas en cada uno, los pisos se numeran del 1 al 8 en su forma ordinal, y a las viviendas se les asignan las primeras letras del abecedario, tantas como viviendas haya por piso: en este caso, A, B, C y D, generalmente de izquierda a derecha. Si vives en el sexto piso en la primera puerta por la izquierda, el código identificativo único de tu vivienda será el 6.ºA; si vives en el cuarto piso en la tercera puerta, estás en el 4.ºC; y así sucesivamente. En el portal, el telefonillo (portero automático, intercomunicador) tiene tantas filas como pisos hay, tantas columnas como viviendas por piso, y tantos botones como viviendas, para que al llamar a uno concreto sólo te puedan atender en la vivienda correspondiente. Es lógico e intuitivo. Si tienes que visitar a alguien, basta que te diga que vive en el 2.ºB, y tú ya sabrás a qué botón del telefonillo llamar, a qué piso subir y qué puerta buscar.
En Hungría no.
En Hungría (y en Eslovaquia, y en Polonia), cuando llegas a un edificio de viviendas, lo primero que sorprende es que, sea una belleza arquitectónica de estilo neoclásico construida en 1880 con una puerta enorme de madera maciza o un bloque colmena socialista chungo de 1972 lleno de grietas y desconchados y con puerta de hierro oxidada, el portal va a tener siempre un teclado numérico táctil conectado a un sistema electromagnético que mantiene la puerta firmemente cerrada. Para entrar tienes que introducir un código, y el panel es tal que asín:
Kapucsengő, pronunciado capuchengo
Seguro que lo estás viendo y me dirás: qué fácil, ya lo entendí. Si quiero visitar a Zoltán Péter marco el 25, y si quiero entregarle un paquete a Csillag Gabi, marcaré el 36. Pues sí, hasta ahí todo va bien. Posiblemente la primera vez te líes y no sepas muy bien si darle al botón de la llave antes del código, o después, o si darle a la C (ahí pone
Del pero suele ser una C), pero bueno, pongamos que ya has aprendido que sólo tienes que marcar el número y esperar. Marcas el 13 y Attila te abre: ya estás dentro. Avanzas unos pasos y te encuentras en un patio interior con escaleras a un lado.
Como es el único dato que tienes, deduces que debes buscar la puerta con el 13. Entonces te das cuenta de que te enfrentas a otro problema: hay seis pisos, ¿a cuál subes? ¡Ah! Pues no lo sabes. Quizá intentes aplicar la lógica de los hoteles, en los que habitualmente la primera cifra es el número del piso, pero enseguida te darás cuenta de que eso no encaja. Entonces te armas de paciencia, subes las escaleras y empiezas a mirar todas las puertas una por una, con los dedos cruzados y deseando que la de Attila conserve el letrerito con el número, porque a algunas se les cayó hace veinte años. Te recorres el pasillo del primer piso: nada. Desandas el camino, vuelves a las escaleras y subes al segundo. Continúas la búsqueda. ¡Mira, ahí está! ¡Bien! Llamas, toc toc, y te sale una señora mayor. Hola, busco a Attila Szűcs. Pues no es aquí. Vaya, disculpe, ¿y sabe dónde vive? Lo lamento, joven, no sé de quién me habla. Resulta que el código del capuchengo no se corresponde con el número de la vivienda. Pues nada, te has quedado sin pistas. Bajas de nuevo al portal, vuelves a timbrar y le preguntas a Attila, que lleva un buen rato esperando y preguntándose qué te habrá pasado, cuál es el piso y puerta al que tienes que subir. Te responde y añade que ya te lo había dicho antes, pero tú no le oíste porque ya estabas cruzando el umbral mientras gritabas «¡yaaa!».
Esta idiotez de sistema, que requiere como mínimo tres datos diferentes (código, piso y puerta, o bien nombre completo, piso y puerta) en lugar de un solo dato de dos caracteres que incluye todo (3A), ya es bastante fastidioso cuando vas a visitar a alguien, sobre todo en edificios grandes. Un amigo mío vivía en uno que tiene dos patios internos idénticos y cada piso de cada patio tiene cinco o seis viviendas a cada lado; me perdí las primeras veces, y que me dijera por el móvil «loco, é el telsel piso, la puelta sei, como tú sale del asensol a la iquielda y to jreto» no siempre me ayudaba si yo me había metido en el otro patio.
Pero tiene más problemas aún. Por ejemplo, las cartas y los paquetes muchas veces no incluyen el capuchengo, sobre todo si vienen del extranjero, por lo que el cartero si está de buenas a lo mejor intenta encontrarte, pero si no, te dejará la notificación en el buzón y listo, aunque estés en casa. Si es un repartidor de pizza o de paquetería y tiene tu móvil, tendrá que llamarte por teléfono, preguntarte el capuchengo, timbrar y tú coger y abrirle, porque encima no puedes abrir el portal desde tu vivienda si no te timbran previamente, ni si te estás lavando los dientes y tardas más de veinte segundos en enjuagarte, secarte los morros y llegar a la puerta; en cuyo caso, o te timbra de nuevo, o bajas corriendo al portal con un tenis en un pie y una pantufla en el otro jugándote la crisma en unas espléndidas pero resbaladizas escaleras decimonónicas desde las cuales siglos de historia nos contemplan para llegar jadeando a la calle y ver con impotencia cómo la furgoneta dobla la esquina y desaparece.
Por último —y esto es la tijera que corta el finísimo hilo del que colgaba la poca lógica que pudiera haber—, si vives de alquiler, el nombre que está escrito en el listado del capuchengo seguramente no va a ser el tuyo, sino el del dueño del piso. O sea, que al final vives en un piso que no se corresponde con tu código de telefonillo, y el nombre que aparece en el telefonillo no se corresponde con el tuyo. Absurdo.
Hay sitios donde hacen las cosas mal, y punto.